Introducción

3. La ortografía del español

3.1. Origen y evolución del sistema ortográfico del español

La escritura del español es alfabética, se vale de caracteres latinos y se escribe de izquierda a derecha, características que comparte con otras muchas lenguas occidentales pertenecientes a diversas familias lingüísticas.

El español utilizó desde sus primeras manifestaciones escritas el sistema ortográfico del latín, lengua de la cual deriva. De ella heredó naturalmente las letras de su alfabeto, muchas de las cuales conservaron su valor fonológico originario, mientras que otras lo modificaron o se combinaron entre sí para representar los nuevos fonemas que surgían a medida que se iba configurando el primitivo romance castellano. La española es, pues, una ortografía histórica, que nace de la práctica misma de la escritura en un lento proceso de evolución sin ruptura desde el latín al romance. No se trata, por lo tanto, de un sistema ortográfico creado a propósito para nuestra lengua, sino que surge de la progresiva adecuación del sistema ortográfico latino a la representación del español medieval y, desde ahí, a la del español moderno.

La ortografía española posee un fuerte componente fonológico, de modo que la mayoría de los grafemas o combinaciones de grafemas representan de forma unívoca un solo fonema y, a la inversa, la mayoría de los fonemas se representan de una sola forma en la escritura. Ello se debe a la confluencia de diferentes factores, entre los que cabe señalar la propia configuración de nuestro sistema fonológico, mucho más cercano al del latín que el de otras lenguas, como por ejemplo el francés, cuya complejidad ortográfica no es solo fruto de su conservadurismo gráfico, sino del hecho de contar con un número de fonemas muy superior al de los grafemas disponibles en el alfabeto latino. La relativa simplicidad de nuestro actual sistema ortográfico es fruto también, como se verá, de la realización de varias reformas de tendencia simplificadora a lo largo de su historia.

En el latín clásico había cinco vocales (cada una de las cuales podía ser breve o larga, rasgo que era distintivo en esa lengua y que modernamente se indica colocando el signo ˘ sobre las breves y ˉ sobre las largas: lĭber ‘libro’, frente a līber ‘libre’) y alrededor de una docena de consonantes (que en posición intervocálica podían ser simples, como en anus ‘vieja’, o geminadas, como en annus ‘año’). En general, existía un alto grado de adecuación entre fonemas y grafemas, pues la mayoría de los grafemas del alfabeto latino clásico representaban siempre el mismo fonema y eran pocos los casos en que un fonema podía ser representado por varios grafemas distintos.

Junto con el alfabeto, el sistema fonológico del latín pasó casi íntegro al español medieval (aunque con algunas diferencias importantes, entre ellas la pérdida de la cantidad como rasgo distintivo, papel que pasó a desempeñar en nuestro idioma el acento prosódico). Ello explica que casi todos los fonemas del latín clásico estén presentes en el sistema fonológico del español actual y suelan escribirse, además, en su mayoría, con los mismos grafemas (a pesar de que algunos de ellos tuvieron valores fonológicos cambiantes a lo largo de su historia): las cinco vocales, /a/, /e/, /i/, /o/, /u/, representadas en general por los cinco grafemas genuinamente vocálicos a, e, i, o, u; y las consonantes /b/, /p/, /d/, /t/, /g/, /k/, /f/, /s/, /m/, /n/, /r/ y /l/, transcritas en español con los grafemas asimismo heredados del latín b, v, p, d, t, g, c, k, q, f, s, m, n, r, l. El grafema h representaba originariamente en la lengua latina un fonema aspirado pronto desaparecido, aunque se mantuvo su reflejo en la escritura, lo que justifica en parte, junto con otros factores, la permanencia de la h como «letra muda» en nuestro sistema ortográfico. El grafema x representaba ya en latín la misma secuencia de dos fonemas (/k + s/) que representa en el español actual en la mayoría de los casos, y las letras y y z, presentes asimismo en nuestro alfabeto, formaban parte también del latino, al que se incorporaron para transcribir los numerosos términos de origen griego que pasaron al latín tras la conquista de Grecia.

Pero en el proceso de evolución del latín al romance fueron surgiendo nuevos fonemas, que llegaron casi a duplicar el número de consonantes del español medieval con respecto al latín clásico: apareció el orden de las palatales —de las que hoy se conservan /ñ/, /y/, /ch/ y /ll/—, el fonema vibrante múltiple /rr/ y una serie de fonemas fricativos sordos y sonoros, estos últimos posteriormente desaparecidos. Buena parte de los nuevos fonemas se inscribían en el grupo de las consonantes sibilantes medievales (así llamadas por percibirse, en su emisión, una especie de silbido), de cuya reorganización surgieron los actuales fonemas /z/ y /j/.

Para todos estos nuevos fonemas, inexistentes en latín, era necesario encontrar formas de representación gráfica. Así, los primeros testimonios escritos en lengua romance, fechados en la segunda mitad del siglo X o principios del siglo XI, muestran el esfuerzo de sus redactores por dar con soluciones gráficas que les permitiesen reflejar la nueva realidad lingüística utilizando los elementos del sistema ortográfico latino. En muchos casos, los grafemas mantenían el valor fonológico que tenían en latín, ya que seguían representando en el español medieval el mismo fonema; pero, en otros, el mantenimiento de la grafía latina encubría divergencias profundas en la pronunciación, de modo que muchos grafemas se empleaban en el español medieval con valores fonológicos muy diferentes de los que tenían en latín. Por otra parte, para representar los nuevos fonemas se recurrió a menudo a combinaciones de grafemas preexistentes, algunas de las cuales permanecen hoy en nuestro sistema ortográfico, como los dígrafos ch y ll, o la letra ñ, procedente de la abreviatura del dígrafo medieval nn. Por el contrario, son prácticamente inexistentes los casos de grafemas de nueva creación, ya que no lo fue del todo la ç (cedilla): esta letra, que se especializó en el español medieval en la representación de uno de los fonemas sibilantes, surgió por evolución gráfica de la z, que los amanuenses visigodos escribían con un copete en forma de c, adorno que fue creciendo hasta convertir la z originaria en un mero apéndice o virgulilla. La ç, que forma parte del alfabeto actual de otras lenguas románicas, como el catalán, el francés o el portugués, desapareció, en cambio, de la escritura del español moderno, sustituida, según los casos, por c (ante e, i) o z.

En los manuscritos de esta primera etapa, la escritura se caracteriza por una constante variación en la elección de las grafías para representar los nuevos fonemas, no solo entre documentos distintos, sino a veces, incluso, dentro de un mismo texto (en la elaboración de los códices medievales era frecuente la intervención de varios redactores, con hábitos gráficos no siempre coincidentes). Esta irregularidad gráfica se ha interpretado tradicionalmente como reflejo de la vacilación e inseguridad de los escribientes en la representación gráfica de un sistema lingüístico aún en formación y carente, por ello, de fijeza ortográfica. La escritura, en esta etapa primitiva, manifiesta una clara tendencia al fonetismo, pues su intención es reflejar en lo posible la pronunciación, de ahí que la variabilidad gráfica no deba interpretarse simplemente como fruto de la ausencia de una norma ortográfica asentada, sino que, en muchos casos, es reflejo de la propia variación e inestabilidad que caracteriza la lengua oral.

Investigaciones recientes basadas en el análisis grafemático de los textos manuscritos medievales han detectado, además, otros factores de importancia que explican asimismo esta variabilidad, como las diversas tradiciones gráficas en las que se habrían formado los escribanos (asociadas, en muchos casos, a diferencias dialectales de pronunciación) o el tipo de letra utilizado en cada texto (distinta según se tratara de libros o documentos, y muy variable en estos últimos según sus clases), lo que a menudo tenía repercusiones gráficas importantes tanto en la forma como en la elección de los grafemas o combinaciones de grafemas para representar los diversos fonemas. La variación es, pues, una característica inherente a la escritura medieval, como lo es también de la propia lengua de esa época en otros planos lingüísticos (morfológico, sintáctico y léxico).

No obstante, a medida que se van consolidando los resultados de la evolución fonético-fonológica que conlleva el paso del latín al español medieval, se fijan progresivamente también los usos gráficos, en un lento e ininterrumpido proceso de selección de variantes. En dicho proceso desempeñará un papel fundamental el decidido impulso que recibió en todos los órdenes el uso del castellano durante el reinado de Alfonso X el Sabio (1252-1284), hasta el punto de conocerse con el nombre de ortografía alfonsí el sistema de correspondencias entre grafemas y fonemas más característico del español medieval. Ello no supone, en modo alguno, que se produzca en este periodo una normalización completa de la ortografía, tal y como la entendemos hoy. Se trata, más bien, del favorecimiento y la mayor difusión de unas opciones sobre otras, que se irán imponiendo de forma paulatina sin que desaparezca del todo la variabilidad gráfica propia de la escritura en las etapas previas a su total normalización, que tardará aún varios siglos en producirse.

Alfonso X, continuando y ampliando una iniciativa tomada ya por su padre, Fernando III el Santo, institucionalizó de forma definitiva el uso del castellano no solo en la redacción de todos los documentos emanados de la cancillería real (salvo en los destinados a otros reinos, que siguieron escribiéndose en latín), sino en toda la producción textual salida del escritorio regio en forma de traducciones y obras originales sobre las más diversas materias, especialmente en el ámbito del derecho, la historia y las ciencias de su tiempo. La extensión del uso del castellano a todo tipo de textos, tanto documentales como librarios, y para la expresión de tantas y tan diversas materias como las que abarca el amplio corpus de códices alfonsíes contribuyó, sin duda, a la progresiva consolidación de una norma lingüística de referencia en todos los niveles, incluido el gráfico, aunque no puede afirmarse, en rigor, que la llamada ortografía alfonsí constituya una entera novedad, pues la mayoría de sus rasgos característicos se atestiguan ya en textos escritos en épocas precedentes.

La ortografía del periodo alfonsí, que procede por tradición ininterrumpida de la práctica de la escritura de los siglos X-XII, continúa manifestando una clara voluntad de cercanía a la pronunciación, no exenta, sin embargo, de rasgos latinizantes. En ella se aprecia, además, una decantación progresiva de las variadas soluciones gráficas de periodos anteriores y, en consecuencia, una menor variabilidad, aunque no pueda considerarse en modo alguno homogénea.

En la escritura del periodo posalfonsí se observa, en cambio, una menor regularidad y una disminución del fonetismo, explicables por la conjunción de diversos factores. La mayor difusión de la cultura y el aumento del número de personas capaces de leer y escribir que conlleva la alfabetización de las clases nobles hacen que la escritura deje de ser una actividad restringida en exclusiva a un colectivo limitado de profesionales, lo que propiciará una mayor variación en los usos gráficos, en los que intervendrán, cada vez más, decisiones individuales a menudo ligadas al gusto personal. Al mismo tiempo se producen importantes cambios en el tipo de letra manuscrita usada en los códices y documentos, caracterizada en esta etapa por una mayor cursividad y una más acusada presencia de abreviaturas: en la letra gótica cursiva los grafemas se ligan unos a otros y adquieren formas diversas según su posición dentro de la palabra, de modo que la unidad de escritura no será tanto cada una de las letras por separado como los grupos formados por varias de ellas. Por otra parte, la lectura, que hasta entonces se realizaba mayoritariamente en voz alta, se va convirtiendo poco a poco en una actividad individual y silenciosa, basada más en la identificación de las palabras por su imagen visual de conjunto que por el desciframiento lineal de sus secuencias de grafemas. Todo ello propiciará, en la escritura de muchas palabras, un aumento de rasgos gráficos sin reflejo en la pronunciación, a lo que se une el creciente influjo de la corriente latinizante, que se intensificará con la llegada del humanismo a finales del siglo XIV y principios del XV. El interés por la cultura y las lenguas clásicas propio del movimiento humanista, que tiene su reflejo en las numerosas traducciones de obras de la Antigüedad grecolatina realizadas durante este periodo, traerá consigo un notable incremento de voces cultas tomadas directamente del latín y, con ellas, la reposición de muchas grafías latinizantes en detrimento de soluciones gráficas anteriores más acordes con el principio de adecuación entre pronunciación y grafía.

A la consecución de una mayor regularidad gráfica contribuirá, no obstante, la invención de la imprenta a mediados del siglo XV y su implantación en España en las décadas inmediatamente siguientes. Por una parte, se utiliza como modelo para los tipos la llamada letra humanista, que, a diferencia de la gótica cursiva propia de la escritura del siglo anterior, separa con nitidez unos grafemas de otros, y en la que estos mantienen, además, una forma constante con independencia de los de su entorno. Por otra parte, la reproducción mecánica de los textos impresos y su mayor difusión disminuyen las posibilidades de variabilidad gráfica inherentes a la escritura manual: no se trata ya del criterio individual del autor o del amanuense, sino de decisiones cuya influencia se multiplica proporcionalmente al número de ejemplares que podían reproducirse mediante el novedoso artilugio. Los impresores eran conscientes de la trascendencia de su labor y muchos de ellos, al elaborar los manuales que guiaban la actividad de sus imprentas, no olvidaban incluir recomendaciones sobre los usos gráficos que consideraban más adecuados, contribuyendo así a su extensión.

La ortografía española como disciplina nace en este mismo periodo, fruto del interés por el estudio y la codificación de las lenguas vernáculas que trae consigo el Renacimiento y que da lugar a la aparición de las primeras gramáticas de varias lenguas europeas. En 1492 se publica la Gramática castellana de Antonio de Nebrija, cuya primera parte, siguiendo el modelo de las gramáticas clásicas, está dedicada precisamente a la ortografía. Años después, en 1517, este mismo autor dedicará un tratado específico a la materia, titulado Reglas de orthographía en la lengua castellana.

Nebrija, a quien se debe el primer intento explícito de regularización ortográfica del español, establece como principal criterio rector de la ortografía la adecuación entre grafía y pronunciación, entroncando así con la orientación fonetista de la escritura del español en sus primeros tiempos: «… que assí tenemos de escrivir como pronunciamos, τ pronunciar como escrivimos», declara ya en su Gramática y repetirá después en las Reglas de orthographía, siguiendo a Quintiliano, retórico hispanorromano del siglo I d. C., que ya había expuesto este mismo principio en relación con el latín.

A lo largo de los siglos XVI y XVII se van a publicar numerosos tratados de ortografía, cuyas propuestas de regularización ortográfica para el español manifiestan la existencia de dos tendencias principales: la que, en la estela de Nebrija, otorga primacía a la pronunciación y que en sus manifestaciones más extremas (como las de Mateo Alemán o Gonzalo Correas) implica la supresión de todo grafema etimológico sin reflejo en el habla y la defensa de una correspondencia biunívoca completa entre grafemas y fonemas; y la que, por el contrario, y muchas veces como reacción ante propuestas fonetistas demasiado radicales, defiende la presencia y el valor de grafías etimológicas en la escritura de las palabras, en especial si están ya suficientemente arraigadas en el uso. Así pues, en el cruce de argumentos con los que cada tratadista defenderá sus postulados, están ya presentes los tres criterios fundamentales que van a funcionar de manera constante en la fijación de las normas ortográficas del español: pronunciación, etimología y uso tradicional consolidado. Aunque, en general, la mayoría de los autores combinan en mayor o menor medida los tres criterios, es el primero, la pronunciación, el que ha tenido mayor peso y continuidad en la teoría ortográfica española, lo que sin duda explica el importante papel que ha desempeñado en la configuración final de nuestro sistema ortográfico.

Los diferentes manuales y tratados de ortografía tuvieron, no obstante, escasa repercusión y sus propuestas apenas se reflejan en los impresos de la época. De hecho, ninguna de las que implicaban cambios sustanciales pasó de la teoría a la práctica, ni siquiera entre sus propios defensores, salvo en el caso de Correas, que predicó con el ejemplo y se preocupó de editar sus obras conforme a su particular sistema ortográfico, rigurosamente fonetista.

La falta de acuerdo entre los propios ortógrafos y el hecho de que ninguna de las numerosas propuestas contara con un respaldo oficial que contribuyera a su generalización en el uso a través de la enseñanza explican que la ortografía de los Siglos de Oro siguiera en la práctica sometida al criterio personal de los autores y, sobre todo, de los impresores, en una época en que no era usual que los escritores controlaran de cerca la edición e impresión de sus obras. Sigue sin haber, pues, una norma ortográfica única, reconocida y acatada por todos, de ahí la falta de uniformidad gráfica que muestran los textos.

A ello viene a sumarse la consumación, durante los siglos XVI y XVII, de importantes cambios en el sistema fonológico, iniciados ya en la Baja Edad Media y que conducen a la transformación del español medieval en el español moderno. La desaparición progresiva de ciertos rasgos de pronunciación que eran fonológicamente distintivos provocó la pérdida de algunos fonemas característicos del consonantismo medieval y el nacimiento de otros nuevos, como /z/ y /j/. Sin embargo, el sistema ortográfico seguía siendo básicamente el mismo que el del periodo alfonsí, de modo que continuaban vigentes numerosas distinciones gráficas que ya no reflejaban diferencias en la pronunciación. El sistema ortográfico, falto desde siempre de regularidad, precisaba ahora, además, de una transformación que lograse reflejar todas las modificaciones experimentadas en la lengua oral.

A comienzos del siglo XVIII, un grupo de ilustrados a cuyo frente estaba Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena, decide crear en 1713 la Real Academia Española, siguiendo el modelo de la Accademia della Crusca (1585) y de la Académie Française (1635), instituciones nacidas con el objetivo de fijar y promover el conocimiento y buen uso de las lenguas italiana y francesa, respectivamente. El propósito de la española era, según manifestaban sus estatutos fundacionales, «fijar las voces y vocablos de la lengua castellana en su mayor propiedad, elegancia y pureza», para lo cual se impuso, como primera tarea, la elaboración de un diccionario. El respaldo oficial, que resultará después fundamental para la difusión y aceptación de sus propuestas ortográficas, llega en octubre del año siguiente, cuando el rey Felipe V aprueba su constitución y la coloca bajo su amparo y protección.

Para componer este primer diccionario —conocido como Diccionario de autoridades (1726-39) por incluir, tras la definición, ejemplos de autores que ilustran el uso de cada palabra— era imprescindible determinar la forma en que debían aparecer escritas las voces en él registradas. Eso condujo inevitablemente a la Academia a realizar una profunda reflexión sobre la ortografía y a establecer su propio modelo ortográfico, que presentó en los preliminares de la obra bajo el título de Discurso proemial de la orthographía de la lengua castellana. Pocos años después de concluido el diccionario, estimó conveniente exponer sus propuestas ortográficas y explicar la modificación de algunos de sus presupuestos iniciales en una obra específica sobre la materia y, así, en 1741 publicó su Orthographía española, que inaugura la serie de ortografías académicas que desde entonces se han ido sucediendo con regularidad y en las que se han ido plasmando sucesivas reformas, de mayor o menor calado, hasta configurar el sistema ortográfico plenamente normalizado de que goza hoy el español.

En el proemio ortográfico del Diccionario de autoridades (1726), la Academia reflexiona sobre la dificultad que supone adoptar la pronunciación como principal criterio regulador de la ortografía, dadas las diferencias existentes en ese punto entre los diversos dialectos e, incluso, entre hablantes de una misma región, lo que la lleva a dar preferencia a los otros dos criterios, la etimología y el uso constante, a la hora de fijar la forma gráfica de las palabras. Con todo, en la práctica, no dejará de tener en cuenta la pronunciación al adoptar muchas decisiones concretas. Pronto, sin embargo, modificó la Academia su inicial postura etimologista, ya que, en la primera edición de la ortografía (1741), optó ya con claridad por la pronunciación como principal referencia a la hora de fijar la grafía de las palabras. Solo cuando este criterio no baste, por no ser la pronunciación uniforme o existir varias opciones gráficas para representarla, se atenderá a la etimología (si esta es conocida), siempre que el uso constante no se haya encargado ya de fijar una grafía. Así pues, el criterio etimológico pasa a ocupar el último lugar en la jerarquía, ya que solo intervendrá cuando no exista uniformidad ni en la pronunciación ni en el uso. La Academia establece, además, un criterio adicional: en caso de ser desconocido o dudoso el origen de una voz y varias las opciones gráficas para transcribir su pronunciación, se escogerá la letra que se considera más natural y propia del idioma (primará, por ejemplo, la b sobre la v, la c sobre la q y la k, etc.). En la segunda edición (1754), se añade aún un último criterio, el de la analogía, por el cual, en los derivados y compuestos, debe mantenerse la grafía con la que se haya fijado la palabra simple originaria (de baraja, barajar, etc.).

Asentadas estas bases, la Academia se aplicó a la tarea de clarificar el por aquel entonces aún confuso panorama ortográfico del español. Las decisiones que se fueron adoptando en las sucesivas ediciones de la ortografía, basadas en muchos casos en propuestas ya formuladas con anterioridad por diversos ortógrafos, manifiestan una clara voluntad de fijar el sistema gráfico y adecuarlo a los cambios que se habían producido en el sistema fonológico, combinando con prudencia innovación y tradición: se eliminó desde un principio la ç, innecesaria ya por haber desaparecido hacía tiempo el fonema medieval que representaba; se determinó la escritura de c (ante e, i) y z (en el resto de los casos) para representar el fonema /z/; se destinaron exclusivamente a usos vocálicos las letras i y u, y a usos consonánticos v y j, además de y (salvo a final de palabra después de vocal o para representar la conjunción copulativa, donde estaba ya firmemente asentado el uso de y con valor vocálico); se conservó la h por razones etimológicas o de uso tradicional consolidado; se mantuvieron la b y la v para representar el fonema /b/, distribuyendo su empleo con criterio etimológico (salvo que el uso hubiera fijado grafías contrarias a la etimología), lo mismo que en el caso de g (ante e, i) y j para el fonema /j/; se fijó el uso de la x en la representación de la secuencia /k + s/, como en latín; se eliminaron de forma progresiva los dígrafos latinizantes cuyo sonido podía ser representado por letras simples (th > t; ph > f; ch [= /k/] > c), y se postuló la reducción de las consonantes dobles y de los grupos consonánticos cuando no tuvieran claro reflejo en la pronunciación. En la edición de 1815, el sistema ortográfico del español, en lo referente al uso de las letras, quedaba fijado básicamente en su misma configuración actual.

Sin embargo, a pesar de la buena acogida que tuvieron las propuestas de la Academia y del poder de difusión que les otorgaba su aplicación práctica en el diccionario, la ortografía académica no contaba aún con el respaldo que garantizara su aplicación en todos los ámbitos de la escritura y su transmisión en la enseñanza. Así pues, seguía habiendo casi tantos modelos ortográficos como ortógrafos o maestros, y cada cual seguía escribiendo conforme a su criterio o a las pautas que había adquirido durante su proceso de alfabetización.

La polémica ortográfica seguía viva y distaba mucho de estar resuelta, en parte alentada por la propia actitud reformista de la Academia y por la invitación que ella misma hacía en el prólogo de la Ortografía de 1815 a que fuera el uso de los doctos el que abriera camino a ulteriores reformas más audaces, con el fin de alcanzar el objetivo final de una total correspondencia biunívoca entre grafemas y fonemas. De ahí que surgieran con fuerza, en esos momentos, variadas propuestas reformadoras, guiadas por este ideal, de las cuales la primera y más importante —por la calidad de su proponente y la trascendencia y seguimiento que llegó a tener en el continente americano— fue la planteada en 1823 por Andrés Bello, venezolano de nacimiento y chileno de adopción. Solo dos de las propuestas de Bello tuvieron acogida inmediata y reflejo práctico en los usos ortográficos americanos, especialmente en Chile: el empleo exclusivo de j para representar el fonema /j/ (escojer, antolojía) y el de i para representar el fonema /i/, tanto en final de palabra (lei, buei) como en la conjunción copulativa (Juan i Pedro). A estas dos novedades se unirá una tercera —no propuesta por Bello, sino por Francisco Puente en 1835— que también tuvo reflejo en el uso americano: la de escribir s en lugar de x ante consonante (estremo). Estos tres rasgos conforman lo que se dio en llamar «ortografía chilena», que durante mucho tiempo tuvo gran seguimiento, e incluso respaldo oficial, no solamente en ese país, sino en otras partes de América.

De ese primer impulso de Bello derivaron otras muchas propuestas reformadoras que generaron vivas polémicas teóricas, tanto en América como en España. Es en este contexto cuando, en 1843, un grupo de maestros funda en Madrid una autodenominada Academia Literaria i Científica de Profesores de Instrucción Primaria, que se propone promover y difundir a través de la docencia una reforma radical de la ortografía del español. La iniciativa no fue bien recibida en instancias oficiales, y la respuesta no se hizo esperar. La reina Isabel II, a petición del Consejo de Instrucción Pública, decreta en 1844 la enseñanza obligatoria de la ortografía académica en todas las escuelas españolas, para lo que se establece el uso del Prontuario de ortografía de la lengua castellana, elaborado específicamente por la Real Academia Española con ese fin.

Gracias a esa fundamental vía de consolidación a través de la enseñanza, la ortografía académica se convierte a partir de ese momento en la norma de referencia para la escritura del español, primero en España y después paulatinamente también en América, donde acabará prevaleciendo el deseo de unidad idiomática, de la cual es pilar fundamental la unidad ortográfica. Así, durante la segunda mitad del siglo XIX, se va oficializando en las diversas naciones americanas la ortografía académica, a la vez que comienzan a fundarse las primeras academias nacionales de la lengua, que con el tiempo se integrarán, junto con la española, en la Asociación de Academias de la Lengua Española, constituida oficialmente en 1951 y bajo cuya autoría conjunta se publican hoy todas las obras lingüísticas académicas. El proceso de convergencia ortográfica en el ámbito hispánico se cierra en Chile, país en el que habían surgido y arraigado con más fuerza las innovaciones, con la firma, en 1927, del decreto por el que se determina la enseñanza de la ortografía académica en todos los centros educativos y su aplicación en la redacción de todos los documentos oficiales.

Solo desde entonces puede afirmarse que la escritura del español cuenta, por fin, y por primera vez en su historia, con una ortografía normalizada y comúnmente aceptada por toda la comunidad hispanohablante, y que se rige por unas mismas normas gráficas, con independencia de las diferencias existentes entre las distintas variedades en los demás planos lingüísticos (fónico, morfosintáctico y léxico).

En el momento actual, la ortografía del español está completamente fijada, ha alcanzado un alto grado de estabilidad y adecuación y, lo que es más importante, cuenta con el acatamiento general de todos los hablantes alfabetizados. Los desajustes en el ideal de correspondencia biunívoca entre grafemas y fonemas son relativamente pocos y, en muchos casos, cuando existen varias posibilidades gráficas para representar un mismo fonema, la elección está condicionada por el contexto fónico, de manera que resulta predecible a partir de reglas claras (como la de representar el fonema /z/ con c ante e, i, pero con z en los demás casos, con la única excepción de algunos préstamos de otras lenguas, por razones etimológicas).

Una mayor adecuación al principio de biunivocidad exigiría reformas sustanciales del sistema ortográfico que fue posible llevar a cabo sin excesivas resistencias en épocas pasadas, en las que aún no se contaba, como ahora, con una ortografía homogénea, estable y normalizada, asimilada por todos los hablantes a través de la enseñanza oficial. Las actuales propuestas de reforma basadas en este principio, aun siendo teóricamente razonables, tienen hoy, a juzgar por los fracasos cosechados en intentos más o menos recientes realizados tanto en español como en otras lenguas cercanas, pocas posibilidades de concitar el consenso imprescindible en la comunidad lingüística para llevarlas a cabo con garantías de éxito, razón por la que las academias de la lengua, que hoy hablan con una sola voz en el seno de la Asociación de Academias de la Lengua Española, juzgan más prudente seguir manteniendo el actual sistema de correspondencias entre grafemas y fonemas.

     

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