CAPÍTULO III. El uso de los signos ortográficos

3. Signos de puntuación

3.3. La puntuación a través de la historia

El sistema de puntuación actual es el resultado de un largo y lento proceso de evolución desde un sistema sencillo de notación de pausas respiratorias y delimitación de unidades básicas de sentido hasta otro más rico y complejo, tanto en lo referente al inventario de signos como a las funciones asignadas a cada uno de ellos.

A partir del siglo III a. C., los filólogos alejandrinos, con Aristófanes de Bizancio a la cabeza, utilizan diversas marcas para reflejar en los textos escritos la segmentación rítmica y prosódica, primero del verso y más tarde también de la prosa. Junto a indicaciones relativas, por ejemplo, a la métrica o la acentuación, se reconoce ya entre esas marcas el sistema ternario de puntuación que heredará la tradición latina y, posteriormente, la escritura romance, basado en la colocación de un punto en tres posiciones. Tanto los puntos como los tres tipos de unidades que delimitan reciben en latín los nombres de distinctio (‘separación, pausa’) o positurae (‘disposición, ordenación’). El punto alto (˙), denominado asimismo distinctio, implicaba una pausa prolongada y marcaba un periodo, es decir, una unidad de sentido completo —lo que hoy consideramos un enunciado—. El punto medio o media distinctio (·) indicaba una pausa intermedia que separaba cólones o miembros, unidades menores que el periodo. Finalmente, el punto bajo o subdistinctio (.) significaba la presencia de una pausa menor que separaba comas o incisos. Es frecuente la confusión en los nombres de los signos y en las unidades que delimitan, pero, por lo general, un periodo está formado por cólones, y un colon, por incisos o comas.

Tanto en la Antigüedad clásica como en la Edad Media, el acto de la lectura solía llevarse a cabo en voz alta, ante un auditorio, dadas las dificultades de difusión de los textos escritos antes de la invención de la imprenta y debido también a que la mayor parte de la población era analfabeta. En este contexto, la puntuación surge como auxilio para indicar al que lee dónde debe establecer las pausas sin que el mensaje pierda su sentido. El origen de la puntuación está, pues, vinculado estrechamente a la reproducción oral del texto escrito.

Por otra parte, en la Antigüedad, la puntuación responde principalmente a los requerimientos de la retórica. En el discurso retórico, concebido para su declamación, las inflexiones tonales y las pausas son elementos fundamentales en una doble vertiente: desde el punto de vista estético, imprimen el ritmo adecuado a la cadena hablada para dotarla de secuencias proporcionadas, armonía y belleza; en el ámbito puramente comunicativo, indican las partes del discurso, articulan sus unidades, crean expectación en el auditorio, realzan una idea, etc. La puntuación constituía, pues, una herramienta útil, aunque limitada, para el orador en su intento de alcanzar estos fines.

Los tratadistas clásicos se refieren en sus obras al mencionado sistema ternario de puntuación; sin embargo, en la práctica, son escasos los textos puntuados y, cuando lo están, los criterios de uso no son uniformes. En ocasiones el sistema de tres pausas pasa a ser binario: este sistema reducido consiste en el empleo de un signo para la pausa fuerte que acompaña a las unidades autónomas de sentido, y otro para la pausa débil separadora de unidades no autónomas desde el punto de vista semántico. Este será el modelo elegido por Elio Antonio de Nebrija, entre otros, en el siglo XV.

En la Alta Edad Media se mantiene básicamente el sistema grecolatino de tres signos, aunque en época carolingia se documenta ya el llamado signo interrogativo. Con el incremento del empleo de las letras minúsculas, cada vez se hace más difícil distinguir la altura del punto en el renglón, lo que favorece el surgimiento de nuevos signos. Además, concurren en ese momento ciertos factores que propician el aumento de los textos puntuados, como la labor de los gramáticos (san Isidoro entre ellos) o la contribución de personalidades como Carlomagno, gran promotor de la producción y copia de libros en su corte. No obstante, como en la Antigüedad clásica, las funciones de los signos están poco definidas y su uso carece de sistematicidad. Por otra parte, la puntuación continúa ligada a la oralidad y, por tanto, se sigue puntuando principalmente para facilitar la lectura en voz alta; sin embargo, con el desarrollo de las cancillerías y la proliferación de traducciones de la Biblia, una de las funciones de la puntuación pasa a ser también la correcta interpretación de los textos escritos, ya que una mala lectura puede significar un equívoco jurídico, en el caso de los textos cancillerescos, o una herejía, en el de los bíblicos. Lentamente el sistema evoluciona y se van introduciendo nuevos signos, muchos de ellos con una forma parecida al punto y coma, aunque con valores diferentes.

Los humanistas, en su labor de recuperación de los textos y los ideales clásicos —y, con ellos, de la retórica—, prestan especial atención a la puntuación, aunque su práctica no deja de ser un ejercicio personal, con criterios variables en función del gusto de quien escribe. El nacimiento de la imprenta constituye en este aspecto, como en muchos otros, un hecho decisivo: el libro alcanza una mayor difusión y, en los talleres, los correctores e impresores necesitan ineludiblemente normas prácticas para preparar los originales. Aunque, al principio, en los textos impresos se reproducen los tipos de letra y de marcas de los manuscritos, pronto se amplía el inventario de signos, cuyo uso va poco a poco delimitándose, al tiempo que se perfilan sus formas —la vírgula se asienta en su trazado curvo, los paréntesis se hacen redondeados, etc.—. Precisamente a los impresores y correctores, más que a los autores, se debe la fijación de los criterios de uso de los signos y el hecho de que la puntuación trascienda el ámbito personal, e incluso el nacional, para universalizarse. Talleres como el veneciano de Aldo Manuzio tendrán una influencia decisiva en toda Europa. En su tratado titulado Epitome ortographiae, Manuzio propone un sistema de seis signos: coma, punto y coma, dos puntos, punto, interrogación y paréntesis.

Por otro lado, con la proliferación de ediciones y el incremento de los niveles de alfabetización, la lectura pasa de ser una actividad colectiva a realizarse individualmente, de manera silenciosa, lo que da protagonismo al texto como texto escrito e implica cambios en el punto de vista a la hora de puntuar, que progresivamente irá privilegiando los criterios sintáctico-semánticos sobre los prosódicos.

En España, ni la Gramática ni las Reglas de ortografía de Nebrija se ocupan de la puntuación, probablemente debido a que, para el autor sevillano, los signos y sus usos coincidían con los del latín. De hecho, sus ideas sobre el tema aparecen en sus Introductiones latinae. Nebrija emplea en sus obras escritas en castellano o en latín dos signos: uno para cerrar la frase, que representa con un punto bajo (.), y otro, representado por dos puntos (:), para separar las unidades que conforman la frase. La primera obra que trata la puntuación en español es de Alejo Venegas, que en 1531 publica un tratado de ortografía donde expone un sistema de signos basado también en la tradición clásica, pero más rico que el nebrisense. El sistema de Venegas está constituido por seis signos, denominados colon (.), paréntesis (), vírgula (/), interrogante (?), coma y artículo, estos dos últimos con la misma forma (:). Durante los siglos XVI y XVII, la nómina de ortógrafos que tratan la puntuación en nuestro idioma se incrementa de forma considerable: el número de signos y reglas va creciendo y fijándose progresivamente, así como la exigencia de una correcta puntuación por parte de determinados impresores y componedores. En la segunda mitad del siglo XVII, el sistema consta de los siguientes signos: punto, coma, punto y coma, interrogación, admiración y paréntesis.

Ya en el siglo XVIII, la Real Academia Española reconoce en el proemio ortográfico del Diccionario de autoridades (1726) que la ortografía debe incluir reglas no solo para la correcta escritura de las voces, sino también para la distinción de cláusulas, oraciones y periodos. Se plantea, pues, como uno de los objetivos de la ortografía «la recta y legítima puntuación con que se deben señalar, dividir y especificar las cláusulas y partes de la oración, para que lo escrito manifieste y dé a conocer clara y distintamente lo que se propone y discurre». Las primeras reglas son muy breves y se refieren a ocho signos: la coma o inciso, el punto, el punto y coma, los dos puntos, el interrogante, la admiración, el paréntesis y la diéresis —que aquí hemos considerado signo ortográfico diacrítico, y no signo de puntuación en sentido estricto—. Regula también ese proemio el uso de otros signos, como el apóstrofo y la división o raya.

En la primera ortografía académica, publicada en 1741, se entiende la puntuación en un sentido amplio, pues se incluye bajo los epígrafes a ella dedicados información sobre numerosas notas o marcas que hoy se clasifican como signos ortográficos diacríticos (tilde y diéresis), como signos auxiliares (apóstrofo, asterisco, calderón, etc.) o como recursos o elementos tipográficos (cursiva, llamadas de notas al margen, etc.). Al inventario básico de signos de puntuación registrados en el Diccionario de autoridades, la Orthographía de 1741 añade las comillas y el signo equivalente a los actuales puntos suspensivos, mientras que la de 1754 introduce una de las peculiaridades del sistema de puntuación del español: los signos de apertura de interrogación y de exclamación. Durante el siglo XIX, queda establecido el inventario de signos de puntuación que conocemos en la actualidad: en la ortografía académica de 1815 se incorporan los corchetes como variante de los paréntesis, y a partir de 1880 se establece la distinción entre el guion y la raya, cuyos usos hasta entonces habían sido asignados todos al primero.

Poco ha variado el inventario de signos de puntuación hasta hoy (frente al de signos auxiliares, actualmente muy amplio), pero el sistema sigue en evolución en lo que a usos se refiere. En este último sentido, muchas de las novedades responden a la necesidad de abarcar un mayor número de matices en la expresión de las emociones y actitudes del hablante y, por tanto, pertenecen a un registro escrito que podríamos considerar coloquial o informal. Muestra de ello son la multiplicación del número de signos de exclamación para expresar un mayor estupor, la inserción de un paréntesis con un signo de interrogación para expresar perplejidad, etc.

A lo largo de la historia, al tiempo que se desarrolla el inventario de signos, se perfilan sus formas y se asienta su uso en los textos escritos, evolucionan los criterios que rigen su empleo. A partir del Renacimiento coexisten dos tendencias: una es la llamada puntuación prosódica o puntuación retórica, heredada de la tradición grecolatina y medieval, que privilegia el aspecto fónico del lenguaje y entiende que en el texto escrito los signos de puntuación deben indicar las pausas y la entonación; otra es la puntuación lógico-semántica, surgida en el siglo XVI con el auge de la lectura silenciosa, que da protagonismo al texto escrito y a la información que proporciona, por lo que trata de facilitar en él la identificación de las unidades sintáctico-semánticas.

Prevalece en la puntuación moderna este último criterio, que se va consolidando ya a finales del XVII y es el defendido en la Orthographía de 1741, para la que los signos de puntuación «no solo indican la división de la cláusula, sino el sentido de ella». El peso de la tradición grecolatina, sin embargo, queda patente a partir de la edición inmediatamente posterior, la de 1754, que retoma la vinculación clásica de los signos de puntuación con la entonación.

     

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