Lenguaje claro en la «Crónica de la lengua española 2022-2023»

«¿La oscuridad como impostura?»

Por José A. Pascual. Artículo publicado en la «Crónica de la lengua española 2022-2023»

JOSÉ A. PASCUAL

Real Academia Española

■ Empecemos por una comprensible oscuridad en el empleo del lenguaje.
■ A esta forma común de oscuridad se unen otras que tienen su razón de ser.
■ Lucen nuevos modelos de oscuridad.
■ La claridad, legado de la Ilustración.
■ Ruptura con el lenguaje de la Ilustración.
■ Un primer daño colateral: una peculiar forma de impostura en el terreno de las humanidades.
■ Un segundo daño colateral: permanecer fuera del grupo.
■ Fin.

A Rosa Navarro,
transparente, clara

EMPECEMOS POR UNA COMPRENSIBLE OSCURIDAD EN EL EMPLEO DEL LENGUAJE

Dejo de lado la claridad que se puede ocultar tras el andamiaje de las obras literarias, en las que se tensa la lengua para lograr un tipo de comunicación que se distancia, en mayor o menor grado, de la manera coloquial de hablar. La consciencia de los propios escritores sobre la oportunidad de esta forma de escribir la comprobamos en los dos ejemplos siguientes, que tomo de L. Pons (2015, p. 413). En el primero expone el marqués de Santillana las razones de su orgullo por poder hablar de lo que a otros les resulta incomprensible:

«Si mi baxo estilo aún non es tan plano
bien commo querrían los que non leyeron,
culpen sus ingenios que jamás se dieron
a ver las ystorias que non les explano»

Lo que don Luis de Góngora explica juntando orgullo con arrogancia:

«Demás que honra me ha causado hacerme escuro a los ignorantes, que esa es la distinción de los hombres doctos, hablar de manera que a ellos les parezca griego; pues no se han de dar las piedras preciosas a animales de cerda.»

La dificultad de comprensión que pueda presentar el lenguaje literario no se toma como un problema, sino que se acepta como una posibilidad y hasta como una condición suya. Lo ha explicado así Rosa Navarro (2009, p. 76) a propósito del placer del escritor renacentista al saber que comparte con unos pocos la asimilación de la cultura clásica, sin importarle que esto le distancie de la mayoría:

«… el escritor sabe que comparte esta lengua para pocos y es testigo de la altura en belleza y calidad a que ha llegado […]. Solo el genio asimila citas, diseños retóricos, recursos estilísticos fosilizados y llega a las altas cimas de la belleza que borran el camino que les ha llevado hasta ellas. Y solo el conocedor de tan difícil senda puede acceder al placer de la lectura.»

Lo mismo ocurre con la forma de expresarse de quienes tratan de burlar la vigilancia a la que están sometidos. Por ello los delincuentes pueden utilizar de una jerga peculiar para impedir que alguien fuera del grupo se entere de lo que no les conviene que se sepa; y a eso mismo recurren quienes en tiempos de plomo no quieren que se dé con prueba alguna de su disidencia. ¿Qué mejor forma de lograrlo que hablar o escribir entre líneas? Don Enrique Tierno practicaba una forma, digamos, sutil de expresarse en el seminario que daba los viernes —corría el año 1964— en la Facultad de Derecho de la Universidad de Salamanca. Esta manera de hablar la practicaba don Enrique sin que se le notara que se complacía —dada la extrema seriedad y casi compunción con que se expresaba— en lograr que el policía de paisano que asistía a esas sesiones pudiera tomar nota de lo que iba oyendo. Para ello, quien ya tenía la apariencia de ser un viejo profesor podía referirse pausadamente a «las posibilidades que abre la dialéctica en esta tensión entre lo posible y lo hacedero, que debería llevarnos a someter a crítica si la propuesta de Gramsci es atendible o deberíamos movernos por el universo de un pensamiento férreamente ortodoxo que entroncase con los orígenes…», u. s. w. Claro que en el caso a que acabo de referirme se contaba con el entrenamiento que los participantes en el seminario habían adquirido con las lecturas de las numerosas traducciones de Manuel Sacristán et alii, que permitían no solo columbrar la luz que pudiera haberse colado por la oscuridad de los textos, sino también sentirse gozosamente seguros por pertenecer a un grupo que compartía un mismo lenguaje. La condición de este no era la belleza ni la claridad, sino, por el contrario, ser abstruso o, por adaptarnos a un tipo de creación de la época, muy zubiriana, la abstrusidad.

A ESTA FORMA COMÚN DE OSCURIDAD SE UNEN OTRAS QUE TIENEN SU RAZÓN DE SER

Pues, aparte del peligro que entrañaba mostrar con claridad las propias ideas en la época de la dictadura, se mantenían otras situaciones en que se tenía por normal que se empañara la transparencia del significado, contraviniendo la idea de Susan Sontag de que «el valor más alto y más liberador en el arte —y en la crítica de hoy— es la transparencia. La transparencia supone experimentar la luminosidad del objeto en sí, de las cosas tal y como son».

A esa luminosidad se escapaba tradicionalmente un tipo de textos cuyos autores dificultaban su comprensión, no para despistar a la censura, sino para que no saliera a la luz el desconocimiento de las cosas de que se ocupaban. Tal es el caso del médico al que se refiere un personaje de una obra de Thomas Bernhard (1988, p. 13):

«Como todos los médicos, los que trataban a Paul se parapetaban también, lo mismo que sus predecesores desde hace siglos, tras el latín, que con el tiempo levantaban entre ellos y sus pacientes como un muro infranqueable e impenetrable, con el único objeto de encubrir su incompetencia y enmascarar su charlatanería.»

Situación que se mantiene en distintos niveles en la actualidad, aunque con medios distintos que recurrir al latín, si hemos de hacer caso a Francisco Pereña (2011, p. 135), quien se refiere de este modo a algunos psicoanalistas lacanianos:

«… con una jerga aderezada de contundencia, se podía hablar de todo por ignorante que se fuera, hablar de todo y despreciar a todos. Si aprendes a usar la jerga ya no tienes que saber lo que dices ni decir lo que piensas. Me apunté a esa certeza en vez de ser más riguroso con mis miedos y más humilde para poder escuchar el dolor ajeno.»

Pero con estas distintas formas de hacer chirriar el lenguaje no se busca solo ocultar la inseguridad en el conocimiento de las cosas, sino ser aceptado en un grupo, como explica, pasando al ámbito de lo jurídico, Gianrico Carofiglio (2014, p. 36), ante el riesgo de ser considerado ajeno a la gente del oficio:

«Lo so che pregressa sussistenza è una espressione orribile. Molte di quelle che usiamo noi avvocati lo sono. Io cerco di limitarmi, ma spesso è inevitabile. Ci sono giudici —o colleghi— con i quali non puoi evitare di parlare in modo orribile. Se in un’arringa o una requisitoria parli in italiano corretto, non ti riconoscono come uno del mestiere. Sei uno cui non dare credito. Il gergo dei giuristi è la lingua straniera che imparano —che impariamo— sin dall’università per essere ammessi nella corporazione. È una lingua tanto più apprezzata quanto più è ca-pace di escludere i non addetti ai lavori dalla comprensione di quello che avviene nelle aule di giustizia e di quello che si scrive negli atti giudiziari. Una lingua sacerdotale e stracciona al tempo stesso, in cui formule misteriose e ridicole si accompagnano a violazioni sistematiche della grammatica e della sintassi.»

A consecuencia de esta buscada oscuridad en distintos ámbitos de las ciencias y de sus sucedáneos, se ha llegado a tomar aquella como indicio de una forma profunda de pensar, lo que se cohonestaría bien con la complejidad y esfuerzo que se supone han de hacer quienes se mueven por este complicado laberinto del pensamiento. Lo explica Norbert Elias (Le Monde, 23.9.2010, p. 6):

«J’ai récemment fait une expérience étrange dont je voudrais vous dire un mot. Un inspecteur de police m’avait rendu visite pour discuter d’un projet. Au cours de notre conversation, je lui ai donné quelque chose que j’avais écrit. Il jeta un œil et me dit: "mais c’est facile: je peux comprendre. Je suppose que lorsque vous parlez à vos étudiants vous dites des choses beaucoup plus profondes!".

On s’imagine très souvent —et c’est un sentiment que certains d’entre vous partagent peut-être— qu’une approche scientifique des problèmes de la psychologie doit être obscure et passablement compliquée. Mais ce n’est pas le cas, voyez-vous. On est en réalité confronté à quelque chose de très simple en soi.»

LUCEN NUEVOS MODELOS DE OSCURIDAD

No existe conexión entre estas formas de oscuridad a que acabo de referirme y la que voy a exponer a continuación. Quienes la practican parecen creer que cuentan con un instrumento de expresión que es el resultado de haber adoptado un método que, precisamente por la dificultad de comprensión, se asemeja en algo al de aquellas disciplinas que están mejor consideradas en el hit parade de las ciencias. Se trata de una situación que afecta a algunos textos pertenecientes, de un modo particular, a la teoría de la literatura o, mejor, a la vanguardia de esta. De ahí ha saltado a otros ámbitos, como el de la historia, quizá porque «el posmodernismo ha ganado terreno gracias a la creciente influencia de la teoría literaria en los diversos modos de estudio cultural» (Appleby, Hunt & Jacob, 1994, p. 210).

Un ejemplo basta como muestra. Lo tomo de un artículo de un buen amigo, porque no logro dar con alguno mío de un pasado en que padecí la misma enfermedad:

«El texto es un montaje instrumental intersubjetivo en una dialéctica operativa entre similitudes y diferencias a merced de la densidad relacional o magnitud de la voluntad estético-intencional originaria.

Entiendo que la similitud y la diferencia en la dinámica textual, en tanto construcción articulada, deben ser consideradas como términos relativos u operativos en función de su interdependencia topofónica o topográfica lineal o manifestativa y estructural o subyacente

La verdad es que he tenido que hacer algún esfuerzo para entender lo que se dice en el primero de estos dos párrafos, y sin la seguridad de no haber interpretado mal algunas cosas. Esta es mi traducción:

«Para poder comprender un texto, quienes pretenden comunicarse por medio de él han de coincidir en la interpretación de una serie de elementos, mientras que existirán otros en que disientan. La relación que existe entre esas personas explica la mayor o menor coincidencia de partida entre la idea que se hacen de muchos aspectos de la realidad.»

No estoy seguro de no haber tergiversado las ideas de este párrafo; luego, me ha faltado entusiasmo para traducir el segundo, pues me he sentido como los lacedemonios ante los samios, según explicaba Pedro Mexía (1933-1934, p. 40):

«Los samios les enviaron unos embajadores, e hicieron tan larga oración, que les dio mucha pesadumbre esperalles; y por notarlos de su prolijidad, no les respondieron otra cosa sino estas palabras: «lo primero que dijisteis se nos ha olvidado; lo otro no lo entendemos, porque se nos olvidó lo primero».»

Aunque en mi caso el problema aumentaba al tener que vérmelas con lo que venía después, donde desempeñaban un papel protagonista los tecnicismos innecesarios topofónico y topográfico, que supongo se refieren a la cercanía dialectal patente en la pronunciación o en la escritura; lo que remataba después esa secuencia «lineal o manifestativa y estructural o subyacente». Añado, con todo, para que no se crea que me excluyo del universo que estoy poniendo en solfa, que ese mismo problema lo hubiera tenido también de haber dado con algunos de esos escritos antiguos míos que hubieran encajado muy bien aquí.

Un texto como este, que se distancia de la que tomaríamos por una manera corriente de expresarnos, se construye por medio de una combinación de palabras cuyo sentido se deduce, sobre todo, de cómo se acoplan unas con otras en el contexto (en el cotexto, ya puestos), desentendiéndose en gran medida del significado que de partida tenían en el eje paradigmático. Con esta forma de expresarme creo que va saliendo a la luz mi capacidad para practicar el juego de la oscuridad, aunque me falte todavía un trecho para llegar a definir el relativismo en que me estaría moviendo, de la manera como lo hace Gilles Deleuze, por lo que acabo de leer en la prensa en un caluroso día de mediados de julio de 2022, según el cual los conceptos de los que se sirve la filosofía para llegar a la verdad de las cosas no son de una pieza, sino que se sustentan en un mapa de circunstancias.

A esta forma de abordar la crítica literaria se refiere Mario Vargas Llosa (El País 5.1.2020) al ponderar que José Miguel Oviedo no cayera «en la jerigonza pretenciosa e ilegible que en los años setenta y ochenta se presentaba como la crítica científica de la literatura». Manuel Vázquez Montalbán era consciente también de esta misma situación de la teoría de la literatura, pues la caricaturiza en una de sus novelas (2003, pp. 65-67) aplicándola a la investigación policiaca por medio de las deducciones que hace el inspector Lifante para dar con el anónimo autor de un mensaje amenazador:

«Estamos ante una personalidad polisémica —explica—. El mensaje polisémico conduce a una personalidad polisémica, escindida ente la comunicación y la fascinación por embellecer esa comunicación […]. Es decir, para lo que [quien ha escrito ese mensaje] está dotado es para decirnos: voy a matar al delantero centro, y con eso cumpliría. Pero como quiere pasar por literato arropa un mensaje que desnudo no tendría ningún valor con un camuflaje literario, exactamente eso, camuflaje literario.»

Entra después el inspector en una disquisición entre la pluralidad de significados frente al ritmo y luego en «la relación entre ritmo o en definitiva sin-taxis y sistema respiratorio», que le lleva a concluir quién es el autor del anónimo:

«Un polisémico enmascarador, por lo tanto, debe ser un escritor frustrado y en cuanto envíe más anónimos incurrirá en más reiteraciones de ítems significativos. Hay que esperar que él solito se meterá en nuestra maquinaria analítica.»

Para que no quede la menor duda de que el narrador va de broma, este se distancia enteramente del inspector, quien, al desaparecer de la escena, uno de los policías que permanecen en ella se queda «con la cabeza llena de ritmos alternativos», mientras que a otro esta práctica policíaca le ha «resultado molestamente polisémica».

Aunque se comprende que haya sido en Francia donde se ha hecho la crítica más mordaz a este tipo de textos. Me fijaré en una novela de Laurent Binet (2016, pp. 476-477), uno de cuyos fragmentos, que cito a continuación, explica incluso una parte de la historia que nos ha llevado hasta aquí. El novelista recurre a una convención que se desarrolla en la Universidad de Cornell: ahí, un estudiante anónimo explica a un policía francés cómo ha llegado la crítica literaria a esta situación, por simpatía (en la 5.ª acepción que le da el diccionario académico) con los nuevos saberes filosóficos e históricos de la actualidad. Con lo que este proceder se va ampliando a un grupo de textos de los que los de crítica literaria son solo una parte:

«Al principio, la filosofía y la ciencia fueron de la mano hasta el siglo xviii para, a grandes rasgos, combatir el oscurantismo de la Iglesia, pero luego, paulatinamente, a partir del siglo xix, con el Romanticismo y todo eso, se empezó a volver otra vez al espíritu de las Luces y en Alemania y en Francia (aunque no en Inglaterra) los filósofos empezaron a decir que la ciencia no puede penetrar el secreto de la vida. La ciencia no puede penetrar el secreto del alma humana. Solo la filosofía puede hacerlo. Y de golpe, la filosofía continental es percibida no solo como hostil a la ciencia, sino también a sus principios: claridad, rigor intelectual, cultura de la experimentación. Pasa a ser cada vez más esotérica, cada vez más freestyle, cada vez más espiritualista (salvo la filosofía marxista), cada vez más vitalista (con Bergson, por ejemplo).

Y todo eso halla su culminación en Heidegger: filósofo reaccionario, en un sentido amplio del término, que decide que hace ya muchos siglos que la filosofía está perdida y que es preciso volver a la cuestión primordial, el asunto del Ser, por eso escribe Ser y Tiempo, donde dice que va a buscar el Ser. Pero, en fin, nunca lo encontró, ja, ja, ja. En todo caso, es el que ha inspirado de verdad esta moda de filósofos de estilo nebuloso, atiborrados de complicados neologismos, de alambicados razonamientos, de erróneas analogías y de azarosas metáforas, de la que Derrida es hoy el máximo exponente.»

LA CLARIDAD, LEGADO DE LA ILUSTRACIÓN

El texto de Binet nos conduce directamente a la Ilustración. Quienes se oponían al Antiguo Régimen, los ilustrados, disentían de su lenguaje, precisamente porque estaban convencidos de que este no servía para entenderse. La comprensibilidad había de ser, por tanto, una de sus condiciones; de ahí un teatro realista, como el de Marivaux, opuesto al altisonante teatro clásico de Corneille o de Racine. Un Marivaux que, a juicio de madame de Lambert, se caracterizaba por «la libertad de expresarse […] siempre y cuando se entienda claramente lo que quiere decir, y no quepa emplear otros términos sin empobrecer o alterar el pensamiento» (Claveri, 2004, p. 335). Era la misma condición que madame de Lambert apreciaba en Fontenelle, en su oposición a la autoridad de la tradición, un escritor cuya «lucidez intelectual» se apoyaba en «una lengua que, despojada de la frase clásica, adquiría con su pluma la inmediatez del habla». Esta se reflejaba «ante todo en la precisión de su vocabulario, exento de afectación, y la naturalidad y la sencillez de sus expresiones» (ibid., pp. 328 y 322), lo que se hacía extensible a Voltaire, que, siendo un improvisador, «respet[aba] siempre, escribiera lo que escribiese, la estética de la claridad y de la concisión» (ibid., p. 322).

Si ser entendidos suponía para los ilustrados la posibilidad de transmitir sus ideas, la claridad en la exposición de estas las dotaba de la condición de verdad, tal y como lo había planteado Descartes, para quien «la clara y distinta percepción de lo que digo» corresponde a aquellos pensamientos cuya verdad es inmediatamente reconocible (Descartes, 1878, p. 98), un criterio de certeza, sinónimo de lo evidente, de lo intuitivamente verdadero, de aquello que aprehendemos sin más herramientas que la del sentido común. Es lo que responde a la famosa regla de su método: «… comprender únicamente en mis juicios lo que se presentase a mi espíritu tan clara y distintamente, que no tuviera motivo para ponerlo en duda» (ibid., p. 18), pues entiende por intuición «una concepción no dudosa de la mente pura y atenta, que nace de la sola luz de la razón» (Descartes, 1946, p. 20).

Si la claridad es la condición que ha de acompañar a la elaboración y expresión del pensamiento, ello conlleva el rechazo de la equivocidad, de la que es difícil librarse.

«Esta equivocidad de los nombres hace difícil recobrar las concepciones para las cuales fue concebido el nombre; y esto no solo en el lenguaje de otros hombres, en el cual debemos considerar el giro, la ocasión y el sentido de la frase tanto como las palabras en sí mismas, sino incluso en nuestro propio discurso, que al derivarse de la costumbre y el uso común del habla no representa para nosotros nuestras propias concepciones. Constituye, por tanto, una gran habilidad del hombre conseguir librarse de la equivocidad de las palabras, del contenido y otras circunstancias del lenguaje y encontrar el auténtico significado de lo que dice: a esto lo llamamos entendimiento» (Hobbes, 2005, pp. 114-115).

RUPTURA CON EL LENGUAJE DE LA ILUSTRACIÓN

Con el fin de huir del condicionamiento de las ideas que a través del lenguaje impuso la Ilustración, se ha defendido la creación de un nuevo lenguaje, no exento de dificultades de comprensión. Los filósofos más críticos con el pensamiento ilustrado (Adorno, 1971, pp. 56, 57, 60) reconocen que este nuevo lenguaje es necesariamente oscuro, difícil de comprender para un público no ilustrado, pues la oscuridad ha de ser un revulsivo contra la inercia en el empleo de las palabras y propiciar así que se releguen al olvido los usos del lenguaje del pasado y se vaya más allá en la interpretación del mundo y de las relaciones sociales. Lo ha explicado así J. Maiso a propósito de Th. W. Adorno (2009, p. 94):

«… a la escritura adorniana no se le puede demandar la claridad y distinción cartesiana que precisamente cuestiona: es la espesura con la que los diferentes elementos se entretejen entre sí lo que constituye su gran aportación —su resistencia a la capitulación del pensamiento. Y es que el imperativo de fácil comprensibilidad da por supuesto que el lenguaje es un instrumento transparente y «dado», ocultando su carácter insuficiente y problemático, y acabando por disculpar al sujeto del esfuerzo por la formulación exacta. El intrincado estilo de Adorno ciertamente no responde a las exigencias de un lenguaje pedagógico fácilmente comprensible […], pero no es sino el intento de persistir en la búsqueda de la verdad allí donde el imperativo de la comunicabilidad la falsea y la exposición filosófico-científica tradicional fracasa por su inflexibilidad. Por ello su objetivo es también suavizar el carácter del lenguaje como separación entre pensamiento y cosa, bloquear el exceso discursivo para recuperar el componente expresivo y, en definitiva, intentar transformar el lenguaje comunicativo en lenguaje mimético.»

Al no haber impedido la Ilustración que aparecieran unos nuevos dueños dispuestos a apoderarse de un lenguaje que pretendían haber arrebatado al Antiguo Régimen, la filosofía crítica se propuso ridiculizar, como hizo Jenófanes, «a los dioses múltiples, que se asemejan a sus creadores, los hombres» y denunciar «las palabras convencionales del lenguaje como monedas falsas que conviene sustituir por fiches neutrales» (Horkheimer y Adorno, 1987, p. 17). La Ilustración no había logrado dar ese vuelco que pretendía imponer al pensamiento cambiando el modo de pensar; era esta la razón que justificaba la necesidad de disponer de un lenguaje nuevo, con el que enfrentarse a los filósofos no críticos, sustitutos de los chamanes en dar una interpretación unívoca a la realidad. Se creía que así podría romperse con las verdades establecidas, aunque ello obligara a sistematizar un discurso difícil, no siempre comprensible, para hurtárselo a los poderes que habían secuestrado a la lengua perpetuando con ello una sociedad no libre y violenta.

Quizá podría estar de acuerdo en el diagnóstico de que a los ilustrados les sobró confianza en ellos mismos en su capacidad de comprender la realidad, pero no entiendo que los cambios que habría que aplicar al lenguaje debieran conducir de manera necesaria a rebajar la claridad, con la idea de que ello conduciría a cambiar el pensamiento. Una tarea como esta requeriría un lenguaje, pero no resulta sencillo construirlo rompiendo con el usual, ni se facilita con ello que pueda entenderlo quien no cuente con estos nuevos referentes desde los que se promueve. He citado más arriba las palabras de unos bien formados historiadores, atentos a la crítica que el postmodernismo hizo de la trasparencia de los hechos, J. Appleby, L. Hunt y M. Jacob (1994), que he de completar ahora refiriéndome a su comprobación de que sustituir por el relativismo una historia positivista explicada como verdad amparada en los hechos logró que muchos de sus alumnos acabaran por poner en duda el interés de las disciplinas históricas.

Mi intención no es, sin embargo, valorar las razones que se han dado para justificar esta nueva orientación del lenguaje, sino mostrar mi perplejidad ante los excesos de quienes pretenden fiar en ella unos cambios, como los sociales, que tienen muchísimo menos que ver con las construcciones abstractas que con las prácticas sociales (Chartier, 1998, pp. 57-85) —aparte de los daños colaterales que pueden derivarse de esta aventura que surge de lo que se considera un fracaso del proyecto ilustrado—. Me cuesta entender cómo se pueden reformular los ideales de la Ilustración dando un giro tan radical al lenguaje, pensando que para desprendernos de la rémora que suponen las acuñaciones heredadas y el lastre del significado, el pensamiento haya de echar por la borda todo el conocimiento cultural heredado por la Postilustración a través del lenguaje, haciendo surgir los nuevos conceptos, de una manera ingenua, de las combinaciones de las palabras por medio de la conciencia ordenadora del filósofo. Y todo esto, como si tener un objetivo al que se llegaría a través de esta forma particular de cambiar el lenguaje supusiera lograrlo sin más.

No ha sido esta la primera ocasión en que se ha abandonado la claridad que permiten alcanzar los recursos de la lengua común, buscando una pretendidamente nueva y mejor forma de entender la realidad. Con esa intención se contribuyó también a la más estricta ortodoxia escolástica, según señala el ya citado Thomas Hobbes (1999, pp. 556, 557):

«… en su mayor parte los escritos de los teólogos escolásticos no son más que sartas de extrañas palabras y barbarismos sin significado, o palabras que se usan de un modo diferente del que tienen en el uso común de la lengua latina, y que confundirían a Cicerón, a Varrón y a todos los gramáticos de la antigua Roma. Si alguno quisiera tener la prueba de esto, dejadle (como ya dije una vez anterior-mente) que intente traducir a algún teólogo escolástico a algunas de las lenguas modernas, como el francés, el inglés o cualquier otro idioma abundante de recursos; pues lo que no pueda hacerse inteligible en la mayoría de estas lenguas, es que no será tampoco inteligible en latín. Este lenguaje sin significado, aunque no puedo clasificarlo como falsa filosofía tiene, sin embargo, la cualidad, no solo de encubrir la verdad, sino también la de hacer que los hombres crean que la poseen, y que desistan de seguir buscándola.»

Aparte de lo cual hemos de contar con algunos daños colaterales. A dos de ellos me voy a referir a continuación.

UN PRIMER DAÑO COLATERAL: UNA PECULIAR FORMA DE IMPOSTURA EN EL TERRENO DE LAS HUMANIDADES

Hace tiempo que A. Socal y J. Bricmont (1997) emprendieron una cruzada contra este tipo de impostura del lenguaje, en que la ingenuidad de algunos lectores, mezclada con un comportamiento inseguro, logró que costara a muchos reconocer que el rey estaba desnudo. El paso del tiempo no solo no ha hecho desaparecer la oscuridad de algunas publicaciones, sino que se ha convertido en un recurso al que se acude en las solicitudes de proyectos de investigación que buscan ser financiados públicamente. Y es que algunos investigadores piensan, con razón, que el que las cosas no estén expuestas con claridad facilita la tarea de convencer a quienes han de evaluar un trabajo de lo complejo, dificultoso, necesario y rompedor de sus resultados, pues lo normal es que los evaluadores no tomen en consideración el hecho de que el grado de dificultad que exige la comprensión de un proyecto suele ser inversamente proporcional al verdadero valor de este. Esto se debe a la ficción de hacer creíble que la buscada oscuridad responde a la apariencia de formalización de un lenguaje que trata de asemejarse al de las ciencias por antonomasia. A todo ello animan además algunas condiciones que vienen impuestas sobre la manera como se han de rellenar las solicitudes.

Yo me vería obligado a bailar en la cuerda floja para cumplir esas condiciones si quisiera solicitar que se me valorara positivamente un proyecto de investigación en que me ocupara de estudiar los aragonesismos que empleaba el marqués de Santillana en sus poesías. ¿Cómo ponerme a montar un equipo —internacional a ser posible— en un tipo de trabajo nada rompedor pero necesario para el que poco ayudaría ir en compañía? Claro que podría molestar a amigos como Miguel Ángel Pérez Priego, Ángel Gómez Moreno y Maxim Kerkhof, para ampararme en sus nombres y en sus currículos; y luego, pasado ese trago, explicar la incidencia social que tendría llevar a cabo el proyecto —¡cuánta oscuridad necesitaría para ello!— y atender a otras recomendaciones que suelo encontrar en las convocatorias, en las que preferiría no entrar.

Digámoslo: el tipo de oscuridad a que me estoy refiriendo salta con facilidad al sistema de evaluación de los proyectos de este peculiar ámbito de investigación que son las humanidades, porque a quienes pertenecemos a ellas se nos obliga a adoptar la apariencia de que nos manejamos como si perteneciéramos al ámbito científico por antonomasia. No le viene mal, por ello, dotar a un proyecto de un empaque conseguido por medio de unas retorcidas razones envueltas en la oportuna hojarasca de esa modernidad montada con el mejor estilo de una confusa burocraticidad.

Por distintos caminos se mueven algunas disciplinas humanísticas para dar con un lenguaje aparentemente formalizado, que busca tener un cierto parecido —y una parecida dificultad de comprensión para el ajeno— al de las ciencias. Esto puede producir la impresión de que de ese modo se llega a profundizar en la realidad estudiada. Tratar de dar con esa realidad más profunda es ciertamente loable; el problema es cómo lograrlo. ¿Manteniendo la ilusión de que moviéndonos por los carriles de la oscuridad tenemos más posibilidades de interpretar adecuadamente ese mundo nuestro por el que nos movemos?

UN SEGUNDO DAÑO COLATERAL: PERMANECER FUERA DEL GRUPO

De este modo se arroja al no iniciado, por añadidura, del paraíso, pues al no llegar a la comprensión de este metalenguaje abstruso al que me vengo refiriendo no podrá ser aceptado entre los secuaces de una escuela, con lo que la apariencia de una formalización de las disciplinas humanísticas termina convirtiéndose en realidad en una barrera entre los que permanecen dentro y los que se quedan fuera de ella.

Si comparamos esto con lo que ocurre en el ámbito de actuación política, estamos ante una forma de dominación. Lo explicó A. Koestler (1974, pp. 32-34) a través de su experiencia de cuando entró —fascinado— en el partido comunista:

«Tuve que […] acomodarlo todo a los moldes prescritos. Gradualmente hubieron de transformarse mi vocabulario y sintaxis. Aprendí a evitar toda forma de expresión original, todo giro o frase personal. La eufonía, las gradaciones del énfasis, los matices de significación eran sospechosos. Sometí mi lenguaje, y con él mi pensamiento, a un proceso de deshidratación y luego lo hice cristalizar en los esquemas ya hechos de la jerga marxista. Había una o dos docenas de adjetivos cuyo empleo era seguro y hasta obligatorio; he aquí algunos: decadente, hipócrita, morboso (aplicado a la burguesía capitalista), heroico, disciplinado, consciencia de clase (para el proletariado revolucionario), petit-bourgeois, romántico, sentimental (para los escrúpulos humanitarios), oportunista y sectario (para las desviaciones hacia la derecha y hacia la izquierda, respectivamente); mecanicista, metafísico, místico (para las concepciones intelectuales falsas); dialéctico, concreto (para las concepciones correctas), apasionado (para las protestas), fraternal (para los saludos), inquebrantable (aplicado a la fidelidad al partido).

[…]

Había asimismo algunas palabras enfáticas cuyo uso se consideraba correcto. Por ejemplo, en una de sus obras Lenin menciona a Eróstrato, quien incendió un templo para obtener una fama que de otro modo no habría logrado. Por eso frecuentemente uno lee y oye frases tales como «la criminal locura erostrática de los contrarrevolucionarios que se oponen a los heroicos esfuerzos que en la patria del proletariado realizan las masas trabajadoras para cumplir el segundo plan quinquenal en cuatro años».»

No hace falta decir que esto ha ocurrido en todos los partidos y que no es condición de uno de ellos.

No voy a ir mucho más lejos para exponer las mil posibilidades de fomentar la cohesión entre los adeptos. Me conformaré con señalar que para lograrlo sirve incluso un modo de argumentación surrealista, como el que se practica en el ejemplo siguiente, que apareció en la prensa hace unos pocos años, referido al lenguaje inclusivo:

«Más que duplicar los términos, pienso que la apuesta verdaderamente política es multiplicar las voces y las lenguas, incluso dentro de una misma lengua. Frente a la apariencia de igualdad, pues, la batalla por la diversidad de las formas de vida en sus irresueltas relaciones de poder y de contrapoder. ¿Quién ha dicho que solo los varones pueden encarnar las medidas del ser terrestre modélico y trasladarlas como parámetros supuestamente neutrales de la lengua universal y su gramática? ¿Por qué no las niñas, o los pájaros o los gusanos? ¿Cuáles serán entonces las flexiones de género y los plurales inclusivos de estos seres? Multiplicar las voces es multiplicar los mundos. Para ello es necesario hacerle muchas trampas al lenguaje instituido, aceptado, normalizado. Roland Barthes habla de tricher, hacer trampas que abran grietas libres de poder en la legislación del lenguaje. Es el juego que violenta las reglas para combatir la violencia legal del poder.»

Es un ejemplo de los excesos del relativismo, aplicado a una diversidad llevada a los altares.

FIN

Llegados aquí, confieso, tras fijarme en algunas formas de oscuridad que percibo en algunos textos actuales, que me preocupa que, en gran parte, esa incomprensión se ampare en los fallos que se dieron en el gran cambio que se pretendió lograr en lo que se conoce como el momento histórico de las Luces. A mi juicio, no es yendo contra ellas como se podrían solucionar estos fallos, sino, siguiendo la idea de madame de Stäel (1998, p. 328), añadiendo luces a las luces:

«Después de la revolución los hombres han creído que era política y moralmente útil reducir a las mujeres a la más absoluta mediocridad […]. Siempre se ha pensado que la causa de este mal eran las luces, y lo han querido reparar haciendo retroceder la razón […]. El mal de las luces no se puede corregir más que con más luces.»

BIBLIOGRAFÍA

Adorno, T. W. (1971): La ideología como lenguaje. Trad. J. Pérez Corral. Madrid: Taurus.

Appleby, J., Hunt, L. y Jacob, M. (1998): La verdad sobre la historia. Trad. O. L. Molina. Barcelona: Editorial Andrés Bello.

Bernhard, T. (1988): El sobrino de Wittgenstein. Trad. M. Sáez. Barcelona: Anagrama.

Binet, L. (2016): La séptima función del lenguaje. Trad. A. Ortega. Barcelona: Seix Barral.

Carofiglio, G. (2014): La regola dell’equilibrio. Torino: Einaudi.

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